martes, 29 de septiembre de 2009

Tegucigalpa, Ciudad de la Furia

Amanece.


He cruzado mis recuerdos con paso firme y me he detenido en la esquina de la historia, bajo el semáforo de color verde olivo, para que pasaran raudo los tanques militares. Entonces, he recordado mi infancia de luces perdidas, cuando jugaba en aquel jardín de flores disecadas, bajo la luz incandescente de los ojos de Dios, y me he puesto a ver mis muñecos de plástico, que salían en los cereales de Cornflakes de una época pasada de moda, en la que jugar con soldaditos era la alegría de la vida. Hoy, verlos de verdad es la angustia de la vida, el horror de sus ojos demoledores de espanto y ese caparazón de metal en sus pechos, como animales mitológicos de una era neolítica ya superada por los paleontólogos del fin del mundo.

La ciudad de Tegucigalpa es un campo de concentración, una ciudad minada de odios, un pueblón enmarañado de botas que destruyen la hierba de la esperanza en cada paso y se ensañan en que nunca más vuelva a crecer. Aunque la flor de la resistencia crezca en el asfalto de sus pasos torcidos.

En cada acera, en cada calle, en cada callejón, va en estampida la fuerza de la lucha contra ese monstruo de metal brillante, lustrado con las camisas de la miseria de esta Honduras; en cada carabina cabe el odio y la utopía, en cada camiseta verde cabe el cuerpo del delito, en cada ojo está la lágrima de amor por rescatar el país de los orangutanes falsificados de una selva fosforescente de luciérnagas políticas sin gloria.

El semáforo se pone rojo, ya es hora de que se detengan las caravanas de hierro podrido y se paren los dinosaurios del basurero universal de la historia, ya va siendo hora de encender esa luz del rojo digno que pondrá fin a la furia desbocada de esta caballeriza metálica que aplasta una esperanza según ellos existente, pues están convencidos de que todo el país se resume en un M-16.

Mis muñecos de plástico se han caído en el jardín, se extravían entre la maleza de hojarasca y remolinos secos del invierno. Corro a donde mi papá, para que me auxilie. Son mis únicos juguetes y el viejo, que está leyendo un librito de Honoré de Balzac, me dice en el oído, despacito, como un secreto de Estado sin presidente: “Déjelos allí, que el plástico se derrite con el sol de la mañana”.

Amanece.

Allan McDonald

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